La verdad sobre el Domingo de Ramos

“Y la multitud, que era muy numerosa, tendía sus mantos sobre el camino; y otros cortaban ramas de los árboles, y las tendían sobre el camino. Y la gente que iba delante y la que iba detrás aclamaba diciendo: ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Mateo 21:8-9)”

¿Sabes cuál es la verdad tras los cantos y alabanzas, la fiesta y el entusiasmo mostrado aquella mañana en Jerusalén a la llegada de Jesús montado sobre un pollino? Los cristianos evocamos cada año ese acontecimiento y pareciera que celebramos un día sublime en la vida del Señor, y en verdad lo fue. No en balde a quienes les molestó y protestaron por considerarlo impropio, él contestó que si estos callaran, las piedras clamarían (Mateo 21:40). Sin embargo, aunque Jesús merecía los cantos y alabanzas de la multitud que le acompañó hacia Jerusalén, y fuera él mismo quien ordenara los preparativos para tal evento, cuando llegaron cerca de la ciudad, al verla, lloró sobre ella (Lucas 19:41).

No debe extrañarnos que solo el evangelio de Lucas narre ese momento angustioso de Jesús porque en su prólogo insiste que escribió después de haber investigado con diligencia todas las cosas (Lucas 1:3). Por eso encontramos en su evangelio detalles que no aparecen en los otros. Lucas nos narra que Jesús, tras culminar la experiencia de los alegres cantos y las alabanzas, estaba turbado y llorando. Siempre me he impresionado esa reacción del Señor tras un evento tan jubiloso y único.

Al leer que toda la multitud de los discípulos, gozándose, comenzó a alabar a Dios a grandes voces por todas las maravillas que habían visto, diciendo: ¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor; paz en el cielo y gloria en las alturas! (Lucas 19:37); cualquiera podría creer que al fin todos en Jerusalén habían captado las enseñanzas y el propósito de la vida de Jesús, el Mesías de Israel. Más Jesús no pensaba así.

Ciertamente ignoramos el número de personas que acudieron a recibirlo y bajaron junto a él desde el Monte de los Olivos hasta la ciudad. Tampoco sabemos si todos los que cantaban y alababan habían comprendido a plenitud sus enseñanzas. Puede que muchos vieran en él al posible libertador del yugo romano o tuvieran expectativas más interesadas, personales y ocasionales que el propósito redentor de su vida y su muerte en la cruz; suceso sobre el cual en esos momentos ninguno tenía la menor idea.

¿Conocía Jesús que muchos de ellos al dispersarse regresarían a sus casas y posiblemente olvidarían las alabanzas y los cantos? ¿Presentía que pocos días más tarde algunos podrían unirse a la otra multitud que exigiría su crucifixión a Poncio Pilatos? Lo que Jesús sí conocía perfectamente, es cuán contradictorios y torpes podemos ser los seres humanos al intentar comprender a plenitud sus enseñanzas y reclamos. Lo había comprobado durante los tres años de su ministerio gracias a sus propios y más cercanos discípulos. Además, sabía de la destrucción que sufriría la ciudad de Jerusalén varias décadas más tarde, según sus propias palabras porque no conociste el tiempo de tu visitación (Lucas 19:44b). Tiempo antes, ya él se había lamentado: ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas y no quisiste! (Lucas 13: 34). ¿Puedes notar cuánta tristeza hay en esas palabras suyas, al igual que las expresadas tras los cantos y alabanzas de la entrada triunfal?

Puedo imaginar a Jesús contemplando la ciudad y clamando al cielo: Padre, les amé, enseñé, les advertí, quise ser un ejemplo para ellos, pero no quisieron, no entiendieron… Y algunas veces pienso que él pudiera llorar también por nosotros, los que pretendemos seguirle. Con frecuencia somos tan tercos, superficiales e ignorantes que no atinamos a comprender cuánto daño nos hace la desobediencia a sus enseñanzas o la incorrecta o escasa aplicación de ellas a nuestra vida diaria. Hablamos de la dureza de corazón de los impíos… y no vemos cuando nuestro propio corazón se endurece, rebelándose o renegando ante los designios divinos. ¡Con qué facilidad nos atrevemos neciamente a desobedecer al Señor! Jamás olvidaré la ocasión que al intentar aconsejar a alguien que enfrentaba situaciones muy difíciles, me expresó:

─Comprendo que no debiera actuar así, pero la decisión está hecha y no voy a volver atrás, ¡qué me castigue Dios si quiere!

Me horrorizó escuchar tal declaración porque esa persona tenía ─supuestamente─ una larga historia de fe y servicio en la obra del Señor. ¿Sabría lo que estaba diciendo? Sus palabras que me castigue Dios me recordaron las pronunciadas por algunos en Jerusalén frente a la casa de Pilatos: su sangre sea sobre nuestras cabezas, y sobre nuestros hijos (Mateo 27: 25). La persona salió de mi oficina y yo quedé angustiado, por su increíble necedad y desatino.  

A veces pretendemos ser muy espirituales pero actuamos mal y desvirtuamos nuestra fe. ¡También somos tercos! Como bien recordaba una famosa canción de Julio Iglesias somos capaces de tropezar dos veces con la misma piedra. No obstante, si hay algo hermoso e inigualable en las relaciones de Dios con los seres humanos, es que él es paciente, muy paciente, mucho más de lo que solemos ser nosotros con los errores y las inconsistencias de los demás.

Por eso Jesús lloró al terminar la entrada triunfal. Dios había ofrecido todas las oportunidades a la ciudad amada cuando el Mesías caminó y enseñó por sus calles, los alrededores y en gran parte del país. Por no obedecerle ni recibirle, las consecuencias serían terribles. Jesús, sin embargo, no podía alegrarse con eso. Más bien sentía tan profunda angustia que sus lágrimas brotaron en profusión.

¿Sabes ahora cuál es la verdad que para algunos permanece oculta tras la entrada triunfal? Toda alabanza humana, la más sublime, majestuosa y prominente es vacía, fatua e intrascendente si al terminar de expresarse, no se convierte en hechos de obediencia humilde y devoción sinceras. Y lo peor: tal alabanza termina afligiendo a Dios. ¿De qué valieron los cantos y los gritos de: ¡Bendito el Rey que viene en el nombre del Señor; paz en el cielo y gloria en las alturas! (Lucas 19:38) si el jueves en la noche hasta los mismos discípulos de Jesús ─tan felices y animados durante la entrada triunfal─, huyeron despavoridos cuando él fue entregado por Judas en el Getsemaní. ¿Comprendes?

Dios nos libre de esa adoración artificial que no es respaldada con nuestra vida y voluntad sometidas completamente a él, porque repetiríamos la historia del Domingo de Ramos en Jerusalén. Tal alabanza en vez de agradarle, entristece y deshonra al Señor. ¡Y estamos en este mundo para adorarle, exaltarle y engrandecer al Dios que nos salvó en Cristo y nos selló con el Espíritu Santo de la promesa (Efesios 1:13). Recordemos que Jesús dijo: por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los abrojos? Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo, da malos frutos (Mateo 7:16-17).  

La verdad tras la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén es que toda alabanza y adoración ─aun la más exaltada, grandiosa y bien elaborada─, carece totalmente de sentido si la vida y las acciones de quienes adoran no la respaldan constante y completamente. Están de más las ceremonias grandiosas si llenas de palabras y repeticiones vacías a los ojos de Dios resultan pura parodia. Lo que de verdad exalta a Cristo es que vivamos como él quiere y enseñó. ¡Eso sí glorifica su nombre!

2 comentarios sobre “La verdad sobre el Domingo de Ramos

  1. Muy buena y adificante meditación sobre este dia querido Pastor! Muy cierto y en verdad debemos aplicar cada dia estas verdades a nuestras vidas, sabiendo que si le cantamos o exaltamos su nombre lo hagamos de corazón para Él. Bendiciones!

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