
La violencia

Con el Pastor Alberto I. González Muñoz
Hoy, más de veinte siglos después del nacimiento de Cristo, todavía hace falta que muchos guarden los clavos y decidan no usarlos más contra nadie. Continuamos viviendo en un mundo lleno de odio, pecaminosidad, desvergüenza, injusticias y rechazo total no solo hacia Cristo y sus enseñanzas, sino también hacia quienes les siguen a él o simplemente, no piensen en todo de la misma manera a como algunos poderosos piensan. Penosamente, entre los mismos que pretenden ser seguidores de quien a un día clavaron en una cruz horrenda —de la misma manera que hacen otros que tampoco creen en él—, pareciera que en vez de amor, perdón y mejores oportunidades de bendición y vida para todos, algunos siempre tienen clavos dispuestos para crucificar a quienes no piensen en todo como ellos mismos estimen conveniente. ¡Qué pena!
¿Será posible que ni siquiera en Navidad los propios cristianos recordemos que quien sufrió el dolor horrendo de los clavos perforando sus manos y sus pies, enseñó que además de amar al Señor nuestro Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y nuestra mente, también debíamos amar a nuestros prójimos como a nosotros mismos? (Mateo 22:37-40). Él dijo además algo tan fuerte, que preferimos olvidarlo porque nos cuesta demasiado obedecerlo: Pero yo os digo, Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos (Mateo 5:44-45).
Por lo tanto, sigo creyendo que pese a todo lo que aún sufrimos, especialmente los seguidores de Cristo debemos guardar los clavos. Somos tú y yo —los que declaramos seguirle a él— quienes debemos hacerlo aunque el mundo siga lleno de maldad y nos muestre su desprecio a diario. No hay otro camino ni habrá otra esperanza.
¡Qué la luz y el amor de Cristo, hermanos y amigos míos, ilumine nuestras vidas en esta navidad! Dediquémonos, pues, a guardar los clavos. Lo que el mundo necesita cada día más que nunca, es del amor de Cristo, ese amor tan ancho, largo, profundo y alto que excede a todo conocimiento (Efesios 3:18-19).
“Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz, y lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre. El celo de Jehová de los Ejércitos hará esto” (Isaías 9:6-7)
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Durante mi niñez disfruté una familia numerosa. Éramos cuatro hermanos que vivíamos en una casa grande con mis padres y quienes conocíamos como abuelos paternos, aunque en realidad, ellos solo criaron a mi padre y a su hermano que fueron huérfanos desde su niñez. Teníamos además a los abuelos maternos, tíos, primos y otros familiares de nuestros abuelos y sus descendientes, tíos segundos —primos de nuestros padres— y además sus hijos, quienes eran parte esencial de la familia.
También lo eran los cónyuges de nuestros tíos por parte de padre y madre y sus parientes allegados, quienes constituían la familia extendida que llenó nuestra infancia de cumpleaños infantiles y encuentros inolvidables. La memoria que conservo de mi niñez y adolescencia es bastante idílica. Aunque existieron sucesos que intentaron ocultarnos totalmente, sí oíamos relatos que los adultos comentaban en voz baja mientras los primos jugábamos entretenidos y ellos —¡qué ilusos!— creían que no los escuchábamos.
En casa éramos presbiterianos y todos los familiares mencionados eran devotos católicos, apostólicos y romanos; tan convencidos de su fe como nosotros de la nuestra, lo cual nunca fue un obstáculo para mantener una relación cálida y amorosa. Salvo que los primos en momentos jocosos nos acusaban de ser protestantes y judíos por no haber recibido el bautismo infantil en la Iglesia católica; y nosotros a ellos de idólatras que adoraban imágenes, jamás hubo desavenencias en familia por motivos de religión. Sin embargo, a principios de la década de 1960 ocurrieron fuertes confrontaciones por discrepancias políticas, las cuales propiciaron un dolorosísimo cisma familiar.
Algunos de nuestros tíos y primos emigraron rápidamente, tras los cuales se marchó poco a poco el resto de la familia, la mayoría sin despedirse de nosotros. ¿Cómo abrazarse y decir adiós amorosamente si ya rota la armonía familiar reinaban la desconfianza y las fuertes desavenencias? En aquellos tiempos a los emigrantes se les despojaba de sus propiedades y eran advertidos de que estas palmas, este cielo y esta tierra no la volverán a ver jamás, tal como expresaba una valla en el aeropuerto de Varadero, delante de la cual pasaban quienes abordaban los Vuelos de la Libertad que los conducían a la ciudad de Miami. Así perdimos en poco tiempo todos los tíos, primos y la mayoría de los parientes. Además, las relaciones con los emigrados —algo que jamás entendí—, eran cuestionadas por muchos. En nuestro hogar no se permitía recibir llamadas telefónicas ni cartas del extranjero. ¡Qué horror! Mi madre y sus hermanos nunca volvieron a verse. Ella, muy temerosa, a escondidas les escribió alguna que otra vez, y me pedía echara su carta al correo en otra ciudad, para no “perjudicar” ni ofender a mi padre.
Mi abuela materna vivió con nosotros tras la partida de sus otros hijos y nietos. Padeció después una rápida demencia senil, pese a lo cual la recuerdo sentada en su sillón habitual repitiendo con frecuencia:
—Tenía más hijos y nietos, pero no sé dónde se han metido…
Lo decía con una ingenuidad pasmosa, como si no fuera consciente de lo que ello significaba.
Mi padre vivía esa etapa de su vida aferrado drásticamente a la opción política que abrazó, por lo cual cuando su hermano —quien diariamente pasaba por nuestra casa para compartir con él—, le anunció que también emigraría, respondió amenazándole:
—Pues te advierto que sí lo haces, habrás muerto para mí. Piensa bien lo que vas a hacer.
Su hermano no creyó esas palabras. ¿Cómo pensar que fuera cierta tan injusta amenaza? Poco después emigró con su familia y mi padre la cumplió al pie de la letra. Mi tío emigrado, quien siempre quiso mantener relaciones con él, enviaba emisarios frecuentes a nuestra casa con la encomienda de preguntar por su hermano querido, los cuales recibían siempre la misma respuesta:
—No tengo ningún hermano en Miami. Tal vez le dieron una dirección equivocada…
¡Cuán complicados y paradójicos solemos ser los humanos! Con facilidad creamos situaciones y tomamos decisiones que van contra nosotros mismos. Jamás consideré a mi padre un hombre de malos sentimientos. Mi impresión era que a pesar de sus extremismos, muchos le querían y admiraban. Él fue un buen padre aunque ambos tuvimos profundas desavenencias. Nunca imaginé que con respecto a él y su comportamiento me esperaban en el futuro algunas grandes sorpresas.
La partida casi total de nuestra familia extendida durante la adolescencia me fue desgarradora, pues al mismo tiempo emigraron mis mejores amigos y compañeros de estudios, con quienes compartí las mismas aulas desde la primaria hasta el bachillerato. Como era una institución privada y fue intervenida en 1961, muchos de mis maestros más queridos, de quienes también era alumno en la Escuela Dominical de la iglesia, emigraron en esa misma época. Fue como si todo mi mundo se desplomara.
En las noches al acostarme, lloraba recordando a mis familiares y a los amigos que tal vez no volvería a ver jamás. Con el tiempo conseguí las direcciones de algunos familiares y me comunicaba con ellos. Por mí conocieron de la enfermedad y muerte de la abuela y tenían noticias de sus pocos seres queridos que quedaron en Cuba, sobre quienes siempre preguntaban con evidente cariño. Aunque en 1962 y 1965 decidí emigrar también, fue imposible por impedimentos legales, a pesar de que uno de mis tíos me consiguió una beca para estudiar en un seminario norteamericano.
En 1980, ya pastor, casado y con tres hijos, obtuve un permiso de salida del país para asistir al congreso de la Alianza Bautista Mundial (ABM) en Toronto, Canadá, lo cual me permitió visitar después por tres semanas a uno de los primos por parte de madre que vivía en Quebec. Conocer a su esposa e hijos y rememorar con él tantas vivencias felices de la infancia fue muy especial para ambos. Cinco años después, en 1985, y también para asistir a otro congreso de la ABM en Los Ángeles, CA, obtuve una visa americana y la bendición añadida de visitar a casi todos mis familiares que residían en Estados Unidos, cerrando así, al abrazarlos nuevamente, una herida que sangró por más de veinte años. ¡Cuántos encuentros conmovedores! Entre ellos, visitar al hermano de mi padre, seriamente enfermo, quien me recibió emocionadísimo, preguntándome por su hermano, al que recordaba sin guardar rencor alguno. Al abrazarme, sentí que él abrazaba a su hermano querido, porque lloraba desconsoladamente.
Visité a todos mis tíos y tías, pues todos vivían todavía y disfruté momentos que aún recuerdo con emoción. Los primos nos reunimos con el cariño de siempre y no alcanzaba el tiempo para contestar sus preguntas sobre el resto de la familia y nuestra vida en Cuba. Tanto ellos como los cubanos que visitaba me preguntaban si era posible que aprovechara ese viaje y me quedara en los Estados Unidos, para reclamar después a Miriam y los hijos. Además, una iglesia en Los Ángeles, CA, donde prediqué un domingo, me solicitó que fuera su pastor. No obstante, por esos inescrutables designios divinos, tan significativo y reconfortante viaje culminó con mi decisión de no emigrar, pues tras varias noches de desvelo y oración llegué a la convicción de que debía continuar realizando mi ministerio pastoral en Cuba.
Tuve también una experiencia inexplicable al reunirme con los diáconos de aquella iglesia que me invitaba a ser su pastor. Mientras conversaba con ellos vi los rostros de mi familia y de los miembros de nuestra iglesia en Pinar del Río que me observaban tristemente, como esperando cual sería mi respuesta. ¿Fue una visión? Lo ignoro. ¿Una creación de mi mente, provocada por las implicaciones de lo que estaban ofreciéndome? Tal vez. Jamás he tenido experiencias similares, pero aquella decidió mi futuro. Concluí que Dios me estaba guiando a no abandonar la iglesia que atendía en Cuba.
Regresé muy feliz a los míos y a la congregación que pastoreaba y tan pronto pude visité a mis padres en Cárdenas para mostrarles las fotos y contarles de mis experiencias con los familiares emigrados. Por más que insistí, mi padre rehusó verlas y escuchar mis historias, retirándose solo a su habitación. Entonces ya él había renunciado a su militancia recibiendo fuertes críticas que le afectaron mucho. Anciano, triste y jubilado, pasaba la mayor parte de su tiempo dentro de su habitación, donde según él mismo decía, se sentía feliz hablando con sus muertos y recordándolos a todos. ¿Qué estaba sucediendo?
Meses más tarde, supe que para asombro de mi madre y mi hermana mayor, él sintonizaba todas las noches una emisora de Miami que anunciaba los nombres de los cubanos que fallecían para que sus familiares en Cuba lo supieran. ¡No podía creerlo! ¿Mi padre oyendo una emisora miamense? Su salud mental, sin dudas, estaba muy afectada.
Semanas más tarde, mi hermana me llamó telefónicamente:
—¿Estás sentado? Debes hacerlo para que oigas lo que tengo que decirte. ¡No imaginas lo que papá hace cada noche! Su mente está peor, pero antes de acostarse se arrodilla junto a la cama y ora. ¿Te imaginas? También a veces agarra su vieja filarmónica y comienza a tocar el himno Me hirió el pecado fui a Jesús y otros que recuerda. ¿Qué te parece?
Él dejó de asistir a la iglesia cuando nosotros éramos niños, pero en la casa con frecuencia tocaba himnos cristianos en su filarmónica, lo cual hacía muy bien.
Otra sorpresa, más inesperada todavía, me llegaría varios meses después cuando me preparaba para viajar de nuevo —al otro día—, hacia Estados Unidos. Al contestar una llamada telefónica, me sorprendió escuchar la voz de mi padre porque él nunca me llamaba directamente. Cuando conversaba por teléfono con mi madre o mi hermana, él solo me saludada rápidamente y devolvía el teléfono a ellas.
—Me dicen que vas otra vez a Estados Unidos, ¿volverás a ver a mi hermano?—, preguntó.
Aunque siempre me resultó incomprensible la actitud que tomó hacia su hermano emigrado, jamás imaginé lo que estaba a punto de escuchar:
—Quiero que vayas a verlo antes de que muera… Sé que está muy mal. Necesito que le digas que siempre lo quise. ¡Yo jamás lo olvidé..! Quiero que me perdone, por favor. Actué así porque cuando me dijo que se iba de Cuba me sentí desesperado, abandonado y solo. ¡No quería que se fuera!
Quedé mudo, porque la emoción no me permitía hablar. Al percibir mi silencio, él insistió:
—¿Me oyes? No resistí que se fuera y me abandonara. ¿Cómo viviría sin él? Dile que me perdone y que lo quiero mucho.
—Tranquilo, papi —contesté con trabajo, porque yo también lloraba impresionado por lo que él me pedía—, iré a verle en cuanto llegue allá y le diré tu mensaje. Pero te aseguro que él nunca dejó de quererte y jamás te culpó.
Gracias a Dios llegué al hospital cuando todavía mi tío estaba consciente aunque no podía hablar. Mientras le compartía el mensaje de su hermano, él lloraba e intentaba sonreír mientras apretaba temblorosamente mi mano. Pocas horas después falleció muy tranquilo y di gracias a Dios por llevarle el mensaje que tal vez añoraba escuchar de labios de mi padre desde que emigró de Cuba. ¿Será que mi tío siempre comprendió el inmenso vacío que su hermano sufrió tras su partida y por eso jamás manifestó rencor, insistiendo en enviarle emisarios aunque fueran rechazados? ¿No fue esa su manera de decirle que lo amaba, ya que mi padre no recibía llamadas telefónicas ni cartas del extranjero?
Esa noche yo también perdoné a mi padre. Comprendí que en el fondo de su alma existían profundas contradicciones y luchar contra ellas debió resultarle abrumador. Perdoné todas sus intransigencias, su dureza e incomprensión para conmigo cuando decidí ser pastor y no arquitecto, como él esperaba. Poco tiempo antes, cuando él renunció a su militancia, visitó varias veces nuestra casa —antes nunca lo hizo porque era una casa pastoral—, ni siquiera cuando nacieron nuestros hijos, a quienes conoció solo cuando nosotros les llevábamos a su casa. No obstante, cuando comenzó a visitarnos desarrolló una relación tierna con ellos. Según mi madre, aunque no se atrevió a entrar a la iglesia que yo pastoreaba, cuando visitaba nuestro hogar se acercaba a la ventana de la cocina y desde allí escuchaba orgulloso mis predicaciones en el templo. ¡Cuán compleja es el alma humana y qué funestas resultan a veces nuestras reacciones!
Siempre me intrigó el hecho de que mientras perdía el control de su mente, él orara antes de dormir todas las noches —aunque por mucho tiempo proclamó ser ateo— e intentaba tocar himnos cristianos en su filarmónica. ¿Tendría que ver todo ello con su decisión de pedir perdón al hermano emigrado, de quien nada quiso saber durante veinte años? Supe entonces que tras su dureza e intransigencias escondía debilidades, temores y frustraciones que le angustiaban en exceso. ¿Habrá sido él mucho más sensible de lo que pensábamos quienes vivimos a su lado? Hoy creo que muchas de sus actitudes se debieron a una niñez difícil tras la muerte de sus padres —ocurrida con pocos meses de diferencia tras penosos sucesos— lo cual pudo producir traumas que no supo ni pudo manejar. Hay profundos misterios del comportamiento humano que a veces somos incapaces de comprender.
Paradójicamente, tales historias en mi familia de origen, me ayudaron junto a mi esposa a fomentar una relación saludable con nuestros hijos mientras ellos crecían en la fe que les enseñamos, por lo cual disfrutamos muy felices sirviendo juntos en la obra de Dios. Así asumimos no solo las preocupaciones normales del ministerio cristiano y de una familia pastoral, sino las carencias y necesidades de tiempos difíciles y las otras olas migratorias cuando tuvimos que despedir a compañeros del ministerio, hermanos en la fe, líderes y miembros de nuestras iglesias y grandes amigos personales.
Del grupo de estudiantes que ingresamos en el Seminario Bautista en 1963 —algunos de ellos mis mejores amigos hasta hoy—, solo yo he permanecido en Cuba. También, por algún tiempo disfruté ser el único pastor bautista de mi generación que conservaba a todos sus hijos, sus cónyuges y nuestros nietos viviendo en el país, todos involucrados y trabajando en la obra de Dios. ¡Qué hermoso privilegio! Las bendiciones recibidas son incontables y constituyen nuestro mayor tesoro. ¿Cómo valorar las experiencias vividas como familia en la Iglesia Bautista Nazaret en Pinar del Río, los felices matrimonios de nuestros hijos con personas idóneas que enriquecieron nuestras vidas y relaciones familiares?
Imposible no mencionar las bendiciones recibidas en la obra convencional sirviendo en diferentes áreas, en la junta directiva, dirigiendo el Ministerio de Educación Cristiana por veinticinco años —durante los cuales prediqué en la mayoría de los casi 30 retiros espirituales que se celebraban anualmente en el Campamento Bautista— y también cuando fui Presidente de la Convención Bautista de Cuba Occidental desde el 2002 al 2007, así como en los años posteriores desarrollando un ministerio internacional a través del ministerio hispano de Radio Transmundial.
Por lo tanto, jamás podré renegar de la decisión que siguiendo la voluntad de Dios, tomé en 1985 de permanecer sirviendo al Señor en Cuba, pues pese a todas las dificultades inherentes a un país como el nuestro, nuestra vida familiar y ministerial nos proporcionó las mayores satisfacciones. El hecho de que la constante migración cubana ya incluyó también a cinco de nuestros siete nietos, a la hija mayor y a su esposo, nos insta a aceptar que ha comenzado una etapa diferente de nuestras vidas, pero el mismo Dios que nos bendijo tanto hasta aquí, nos ayudará a enfrentarla confiando en sus promesas..
Decir adiós no es fácil y mucho más cuando la relación familiar ha sido tan especial. Es imposible ignorar la ausencia y las lógicas preguntas existenciales que asaltaron nuestra mente cuando les abrazamos y besamos antes de que partieran buscando nuevos horizontes. Las despedidas laceran aunque se enfrenten con el mejor espíritu. Sin embargo, las traumáticas experiencias vividas en mi adolescencia con la partida de muchos seres queridos, me enseñaron que para el bien de todos, es importante y necesario poder despedir a los que parten con nuestra mayor bendición y el más natural y amoroso abrazo. ¿Podría, acaso, ser el último? Eso solo Dios lo sabe. No obstante, quienes amamos tienen derecho a levantar alas buscando un mejor futuro sin sentirse culpables, ni recibir quejas de nuestra parte y mucho menos acusaciones injustas. Aunque nada sustituye la presencia física de un ser amado, los sentimientos no mueren con la distancia —¡a veces se acrecientan!— y ahora tenemos la facilidad de comunicarnos, vernos y saber de ellos cada día, lo cual marca una gran diferencia. ¿El futuro? Ese está en las manos de Dios y sabemos que nada es imposible para él.
La Biblia está llena de experiencias migratorias. La emoción que nos causa leerlas y las lecciones espirituales que contienen, a veces impiden percibir el dramatismo que incluyen y la manera en que tales acontecimientos pueden responder finalmente a propósitos divinos. Solo por mencionar unas pocas, recordemos que Abraham fue llamado por Dios a salir de su tierra y su parentela. Por su obediencia, el lugar que él ocupa en la historia bíblica y del pueblo hebreo es primordial. Jacob fue un fugitivo en Harán, al sudeste de la actual Turquía y aprendió más de Dios durante sus años de destierro por todo lo que vivió y sufrió, que en su propia casa paterna. José su hijo —caso penosísimo y cruel—, comprendiendo al final que la acción de sus envidiosos hermanos al venderle como esclavo tuvo repercusiones positivas, fue capaz de perdonarles y mucho más, pues pudo decirles: Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien (…) para mantener en vida a mucho pueblo (Génesis 50:20); asegurándoles que él los sustentaría a ellos y a sus hijos. Ester, otra heroína bíblica indiscutible —pese al dudoso papel que una doncella judía desempeñaba en un harén persa—, fue el instrumento divino para librar a sus connacionales de un cruel edicto exterminador. Daniel, otro de los personajes bíblicos más admirados, quien de joven fue obligado a abandonar su tierra, desempeñó un papel estelar como funcionario de imperios paganos, lo cual no impidió su rol profético ni el impacto de su fidelidad absoluta a su Dios.
Lo importante es la fidelidad que mantengamos donde quiera que vayamos o estemos y nuestra obediencia irrestricta a lo que Dios desee y disponga para nosotros. La primera epístola de Pedro en el Nuevo Testamento fue dirigida a los expatriados de la dispersión deseándoles que gracia y paz os sean multiplicadas (1 Pedro 1:2).Siempre habrá emigrados y expatriados. El hecho de que el mundo actual sufra crisis migratorias nos revela que las personas asumen instintivamente que su país de nacimiento no puede ni debe ser una prisión de la cual jamás debieran salir. Por lo tanto, no es posible —ni justo—, considerar a nadie traidor, delincuente, insensible o despreciativo de su país de origen por el solo hecho de buscar mejor vida en otros horizontes. El tráfico de personas podrá ser considerado un delito, pero la voluntad o la necesidad de emigrar es un derecho humano. Por supuesto, los países que reciben emigrados tienen su propio derecho de establecer filtros, protecciones y requerimientos legales. Ello también es incuestionable.
Deseemos a todos las emigrantes gracia y paz multiplicadas. Las palabras bíblicas gracia y paz tienen un poder inmenso, pues no solo bendicen a quienes las reciben, sino que ennoblecen a quienes las otorgan, acercándoles cada vez más al corazón de Dios. A la vez, no alberguemos jamás resentimientos ni traumas no resueltos porque lejos de dañar a otros, nos hacen sentir desgraciados a nosotros mismos. Hay una enseñanza de Cristo casi olvidada: Así que todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos, porque eso es la ley y los profetas (Mateo 7:12). La traducción de la Biblia en lenguaje actual conocida por las siglas TLA, lo expresa de esta manera: Traten a los demás como ustedes quieren ser tratados, porque eso nos enseña la Biblia. En mi niñez y juventud la conocíamos como la prodigiosa regla de oro que aseguraba las mejores, más felices y bendecidas relaciones humanas.
Todos los emigrantes, quienes les vean partir, quienes les reciban y también ellos mismos, deben obedecer esa antigua regla de oro cada vez más ignorada. ¡Es un recurso divino del cual nuestro mundo actual está muy necesitado!
Reconocido como héroe de la fe y padre del pueblo hebreo, la historia de Jacob es cautivante. Durante el difícil embarazo gemelar que experimentó su madre, a ella se le reveló que dos naciones hay en tu seno y dos pueblos serán divididos desde tus entrañas; un pueblo será más fuerte que el otro pueblo y el mayor servirá al menor (Génesis 25:23). Como Jacob fue el segundo al nacer, fue obvio que Dios le escogió para ser prominente sobre su hermano Esaú y con un propósito especial para su nación.
No obstante, cuando ya ambos eran adultos, Jacob se valió de subterfugios para que su padre Isaac, engañado, le bendijera como primogénito y no a su hermano Esaú. ¿Sería necesario sobornar al hermano hambriento por un plato de lentejas, conspirar con su madre y fingir que él era Esaú ante su padre ciego para que se cumpliera la promesa divina? Ladino, patrañero, y desacertado después al formar familia y criar a sus hijos, Jacob parece ir de mal en peor. ¡Cuántas cosas terribles le suceden! No obstante, pese a sus flaquezas Dios tenía un propósito especial con él y siempre le amó.
Por ello, cuando Jacob huyó horrorizado temiendo morir a manos de su hermano, escuchó palabras divinas que debieron sorprenderle: Yo soy Jehová, el Dios de Abraham tu padre, y el Dios de Isaac; la tierra en que estás acostado te la daré a ti y a tu descendencia. Será tu descendencia como el polvo de la tierra, y te extenderás al occidente, al oriente, al norte y al sur; y todas las familias de la tierra serán benditas en ti y en tu simiente. He aquí yo estoy contigo, te guardaré por donde quiera que fueres, y volveré a traerte a esta tierra; porque no te dejaré hasta que no haya hecho lo que te he dicho (Génesis 28:13-15). ¿Piensas que con tal mensaje, Dios le mostraba su aprobación por sobornar a su hermano y engañar a su padre? Dios solo estaba afirmándole que cumpliría su propósito con él a pesar de todo.
¿Te extraña tal proceder divino? La inefable gracia de Dios se muestra en la Biblia desde el Antiguo Testamento y el mensaje para Jacob lo confirma. Él sufriría las consecuencias de sus acciones, pero la gracia y la compañía de Dios jamás le abandonarían. ¿No sucede igual a veces para con nosotros? Con frecuencia erramos tomando malas decisiones, pero nada impedirá que los propósitos de Dios se cumplan a su tiempo a pesar de nuestros desatinos si nos mantenemos aferrados a la fe. No solo con Jacob y otros personajes bíblicos Dios mostró su gracia infinita aunque pecaran y sufrieran por ello. Del mismo modo sucede con todos los que creemos en él y le amamos pues la bondad de Dios es inagotable. ¿Creeremos que Dios nos ama y bendice porque lo merecemos? Muy claro dice la Biblia que es por la misericordia de Jehová que no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias (Lamentaciones 3:22). Si fuéramos infieles, él permanece fiel, él no puede negarse a sí mismo (2 Timoteo 2:13).
Es impactante el reencuentro de Jacob y Esaú varios años después. Sintiéndose aún culpable y aterrado, Jacob lucha implorando la bendición de Dios para encontrarse de nuevo con su hermano, enviándole varias embajadas con regalos para ablandar su corazón. Angustiado, ¡se inclinó hasta la tierra siete veces delante de él mientras se acercaba! Para su sorpresa, Esaú corrió a su encuentro y le abrazó, y se echó sobre su cuello, y le besó y lloró (Génesis 33:5). ¡Qué historia! Abrazando al hermano que traicionó vilmente y que juró matarle, Jacob exclama: porque he visto tu rostro, como si hubiera visto el rostro de Dios, pues que con tanto favor me has recibido (Génesis 33:10). ¿Entiendes eso? A pesar de nuestros errores, podremos ver a Dios obrando en cualquier circunstancia, siempre a favor de quien por la fe y la confianza en sus promesas le sigue y adora. Los humanos somos volubles pero Dios es fiel y jamás nos falla.
Tras una vida de muchos errores y sufrimiento, Jacob obtuvo la bendición mayor de su vida cuando tenía ciento treinta años. ¡Reencontró a su hijo preferido, a quien creía muerto y aún lloraba sin consuelo! ¿Cómo imaginar que sus hermanos, por envidia, le habían vendido como esclavo a una caravana madianita? El antiguo engañador fue engañado también por sus impíos hijos. Sin embargo, José, su hijo que más sufrió, aparece convertido en funcionario prominente de Egipto y se echó sobre el cuello de su padre amado llorando largamente cuando este menos lo esperaba. Jacob, pensando que moría de emoción dijo: Muera yo ahora, ya que he visto tu rostro y sé que aún vives (Génesis 46:30). No obstante, viviría mucho más —probablemente los mejores años de su vida—, comprobando que la tragedia ocurrida a José, por la gracia de Dios se convirtió en la provisión divina para salvar del hambre a toda su familia y asegurar el destino posterior de la nación hebrea. ¡Dios tiene caminos muy peculiares para cumplir sus propósitos! Nada es imposible para él.
Diecisiete años más tarde, Jacob falleció rodeado de todos sus hijos, bendiciéndoles y a la vez, profetizándoles: He aquí yo muero, pero Dios estará con vosotros y os hará volver a la tierra de vuestros padres (Génesis 48:21). Lo que Dios le prometió a él cuando huyó temeroso de su casa, Jacob lo profetizó a sus hijos manifestando así su profunda fe declarando que el pueblo hebreo volvería a la tierra de sus padres. Tal como deseaba, fue sepultado en la cueva de Macpela en Canaán, junto a sus abuelos Abraham y Sara, sus padres Isaac y Rebeca, y Lea, su primera esposa. ¿Imaginó Jacob cuando salió huyendo cuán idílico sería el final de su vida?
¡Qué historia tan llena de matices y enseñanzas fabulosas!
Tú y yo al igual que Jacob podremos errar y fallarle a Dios debido a nuestra condición humana; ya sea instados por circunstancias incontrolables que nos desconcierten o por tentaciones que logren envolvernos. También puede que sin darnos cuenta cometamos errores que dañen nuestro crecimiento y testimonio cristiano. ¡Más la inefable gracia de Dios nos sostendrá y nos levantará! Como Pablo, si identificamos aguijones en nuestra carne que nos abofetean, sabemos que solo cuando somos conscientes de nuestras debilidades es que puede reposar en nosotros el poder de Cristo.
He comenzando a vivir mi octava década de vida y han transcurrido más de sesenta años desde aquella tarde de abril de 1960 cuando sentí que Dios me llamaba al ministerio pastoral. Entonces, muy asustado, protesté:
—¿Por qué a mí, Señor? ¡No sirvo para eso y mis planes son otros!
La insondable gracia de Dios, sin embargo, transformó mis planes y todavía intento ser fiel al llamado divino a pesar de mi incompetencia. Sí, he fallado muchas veces, pero como Jacob, me aferro al ángel de la fe, consciente de que Dios me ha bendecido más de lo que merezco. Cuando miro hacia atrás —algo muy fácil a mi edad— me emociona constatar que los propósitos de Dios siempre se cumplieron.
Por ello me aferro cada vez más al maravilloso misterio de la gracia divina, don incomparable, fuente inagotable, mi alma puede allí su sed calmar, tal como decía el antiguo himno. He comprobado que meditar en la gracia de Dios me da paz en las situaciones más difíciles. Te invito a que medites en la gracia de Dios e intentes hacer la lista de las muchas bendiciones inmerecidas que has recibido en tu vida.
Te aseguro que ello te dará paz, la bendita paz que solo Dios te puede dar.