
EL SILENCIO DE JESÚS
Acusado de ser un hombre glotón y bebedor de vino, amigo de recaudadores de impuestos y pecadores (Lucas 7:34), seguido y admirado por multitudes a las cuales mostraba empatía y comprensión; era obvio que Jesús era capaz de relacionarse con personas de cualquier condición moral y nivel social. Sin embargo, hubo tres personajes a los cuales trató con un mutismo impresionante: Caifás, Pilatos y Herodes.
Sus conversaciones con los discípulos, Nicodemo, los mensajeros de Juan el Bautista, la mujer samaritana, la mujer adúltera, el joven rico y otros más, revelan que podía lidiar con diferentes caracteres, intereses e historias de vida. Él encaminaba cualquier situación hacia un momento cumbre de enseñanza aunque supiera que no iba a ser asimilada. En encuentros con los fariseos y saduceos que le preguntaban o a veces le impugnaban, desarrollaba razonamientos y agudísimas acusaciones que podrían conmover o hacer reaccionar a sus interlocutores. Con otros, como Leví y Zaqueo —publicanos despreciables—, él logró un vínculo instantáneo; pues lo dejaron todo y le siguieron. Asimismo, atendió y complació a quienes se acercaban buscando sanidad para ellos o sus familiares, incluyendo a extranjeros como la mujer sirofenicia y el centurión romano. ¿Por qué, inmutable, casi enmudece ante Caifás, Pilatos y Herodes?
Caifás, el sumo sacerdote, hombre capaz de comprar testigos falsos; increpó con saña a Jesús para que declarase que era el Mesías. Cuando él le contestó: Tú lo has dicho (Mateo 26:64), fue tan hipócrita que rasgó sus vestiduras diciendo: ¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos de testigos? (Mateo 26:65). Orgulloso, cruel y creyendo que el fin justificaba los medios, estaba feliz por haber logrado su objetivo pero rasgó su ropa como si experimentara un dolor desgarrador. Luego, sin una gota de piedad, el juicio en su casa culminó con soldados escupiendo a Jesús en el rostro, mientras le abofeteaban y golpeaban a puñetazos. Cuando le preguntó al Señor: ¿No respondes nada? (Mateo 26:62), Jesús no articuló palabras.
Pilatos, el gobernador romano, fue otra figura enigmática. Sádico, cruel y violento según algunos historiadores, en los evangelios aparece débil, supersticioso y asustado por los sueños de su esposa. Los judíos lo manipulaban pues le aterraba que hubiera problemas en Palestina y fuera destituido por el emperador. Creyó inocente a Jesús, pero evadió su responsabilidad enviándole a Herodes. Al ver que lo regresaron, procuró que el pueblo eligiera entre él y un criminal peligroso. ¿Creería así salvarlo o evitaba enredarse en una condena deplorable? Para disimular que le creía inocente —por miedo a los líderes judíos—, mandó azotarle. Y aunque se lavó las manos diciendo: inocente soy yo de la sangre de este justo (Mateo 27:24); permitió que sus soldados le desnudaran, le echaran arriba un manto de púrpura, le coronaran con espinas, y se burlaran reverenciándole como a un rey. ¡Qué tipo! Hizo muchas preguntas a Jesús, quien solo respondió pocas, prefiriendo el silencio.
Herodes, de visita en Jerusalén, era el tetrarca de Galilea que decapitó a Juan el Bautista. Cuando Pilatos le envió a Jesús, asumió el asunto como otra de las diversiones conque animaba su vida disoluta. ¿Sabría que Jesús le llamó zorra tiempo atrás? Era un epíteto que calificaba a un don nadie con ínfulas de poderoso. De modo que si Jesús se consideraba rey los judíos, ¡él se jactaría de su poder y su impudicia para herirle y agraviarle! Tan hipócrita como era, recibió a Jesús de buen tono y le hacía muchas preguntas, pero él nada respondió (Lucas 23:9). Hijo de Herodes el Grande —quien asesinó a los menores de dos años en Belén cuando Jesús nació—, y malvado como él, impenitente, supersticioso e inseguro, el silencio de Jesús le descompuso. A diferencia de los acusados que llegaban a él aterrados y suplicando por su vida; Jesús mostraba una serenidad asombrosa, porque guardar silencio en semejantes ocasiones demuestra grandeza y fuerza de alma. Entonces Herodes, humillado y turbado, decidió burlarse abiertamente. Con sus soldados le menospreció y escarneció, vistiéndole de una ropa espléndida; y volvió a enviárselo a Pilatos (Lucas 23: 12). ¿Sabías que los humanos ridiculizamos todo lo que nos hace sentir inferiores? Es la manera más obvia, inmediata y ruin de exhibir podredumbre moral. Jesús, delante de Herodes, no articuló ni una sola palabra.
Reflexionando en los motivos por los cuales Jesús prefirió callar ante estos tres hombres poderosos de su época —compendios de maldad, cobardía y miseria humana—, evoco un precioso pasaje bíblico: Angustiado él y afligido, no abrió su boca, como cordero fue llevado al matadero, y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció y no abrió su boca (Isaías 53:7). ¿Habrá momentos en que tú y yo debiéramos hacer lo mismo?
¿Has visto en las películas la advertencia que hacen los policías cuando detienen a alguien? Tiene derecho a guardar silencio; cualquier cosa que diga puede y será usada en su contra en un tribunal. Es sabido que en circunstancias muy extremas, mantener silencio es la única posibilidad de preservar dignidad y buen juicio; pues callar es el lenguaje del alma en sus momentos trascendentes. Acorralados en situaciones amenazantes, las emociones pueden incitarnos a emitir palabras torpes, capaces de perjudicarnos a nosotros mismos o a otras personas. Además, el silencio es una fuerza asombrosa en la comunicación humana, al igual que en la música y en las artes escénicas. Dependiendo del momento en que se utilice, es más poderoso y aleccionador —o aterrador— que miles de palabras. Y tiene la virtud inmensa de que somos dueños de lo que callamos, pero esclavos de lo que decimos.
Como en el Siglo XXI la dignidad, el respeto y la mesura suelen ser conceptos obsoletos para muchos, la gente habla, impugna, demerita y desprestigia a los demás con facilidad. Lo peor es que aunque a veces lo hacen desde la ignorancia, muestran una autoridad pasmosa. El resultado es que la comunicación interpersonal, cada vez más virulenta y tendenciosa; evidencia que la crueldad y la decadencia ética ganan terreno en el acontecer humano. ¿Has visto cómo —incluso personas que se precian de seguir a Jesús—, se ofenden y denigran públicamente con impiedad bochornosa? Jesús, conocedor como nadie de la naturaleza humana, pudo haber expresado verdades acusatorias, durísimas e irrebatibles contra Caifás, Pilatos y Herodes directamente. ¿Por qué no lo hizo? La respuesta la encuentro en sus propias enseñanzas: El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca buenas cosas; y el hombre malo, del mal tesoro saca malas cosas. Más yo os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio. (Mateo 12:35-36).
¿Sabes lo que significa palabra ociosa? Pura charla, vocablo hueco, desprovisto de respaldo en la propia vida del que habla, y por lo tanto, mezquina. Es la palabra que incapaz de bendecir y elevar a otros, les rebaja causando divisiones, enemistades y contiendas. Según Jesús, tales palabras nunca deberían ser expresadas. Por eso habrá momentos cuando por dignidad y obediencia nos corresponderá callar, pues hablar palabras ociosas contamina nuestro propio corazón. Aunque en ocasiones nos humillen como a Jesús, dejemos que algunos exhiban su impudicia mostrándose tal cual son y expresen palabras que desnuden su alma, pero no emitamos palabras que envilezcan la nuestra. Así podremos conocer mejor quién es quién. Expresar palabras que alimenten nuestro ego herido para agredir a quienes tienen uno mayor que el nuestro, es tan inútil como tonto. Más sabio y cristiano será guardar silencio y dejar que Dios, juez justo y con todo derecho, a su tiempo diga su última palabra.
Sigo creyendo que seríamos mejores y más bendecidos —y la gente a nuestro lado también—, si nos atreviéramos a actuar siempre como Jesús lo hizo. Pablo alertó que ninguna palabra corrompida salga de nuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes (Efesios 4:29).
¡Oh Dios, cuánta palabra ociosa y torpe desperdigada por el mundo! Danos sabiduría a tus hijos para discernir cuando es tiempo de callar, y tiempo de hablar (Eclesiastés 3:7).
Pbro. Alberto I. González Muñoz