Retos de la Covid-19: enfrentando situaciones adversas

“No lo digo porque tengo escasez, pues he aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación. Sé vivir humildemente y sé tener abundancia, por todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para tener necesidad. Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:11-13)”.

Son muy difíciles los tiempos que vivimos. Cerca de cumplir 78 años de vida y 60 de ministerio cristiano, creo que las circunstancias actuales son muy preocupantes. Además, la conjunción de la peligrosa pandemia del Covid-19 y la enorme carga emocional que provoca, con el reordenamiento económico en el país, ha recrudecido hasta lo sumo nuestras preocupaciones, inquietudes y temores. ¿De qué modo cubriremos las necesidades familiares y personales más esenciales? ¿Cómo continuaremos la obra de las iglesias y las instituciones cristianas y en cuáles circunstancias? Tales preguntas —y otras—, me obligan a recordar las anteriormente citadas palabras de Pablo a los filipenses, las cuales casi todos los cristianos podemos repetir de memoria.

En ellas el apóstol asegura: he aprendido a contentarme cualquiera que sea mi situación (4:11). ¡Qué bien, Pablo! Muchísima gente enfrenta diferentes experiencias sin aprender mucho de ellas. Además, contentarse en situaciones difíciles es una tarea tan ardua como imprescindible, porque la vida muchas veces nos, así como ahora, nos saca del paso.

Necesitamos aprender a tener buen ánimo y tomar decisiones sabias ante cualquier situación que enfrentemos. Pero en estos momentos puedo asegurar que difícilmente haya experiencias tan traumáticas como la coincidencia de enfrentar una pandemia de tal envergadura y una crisis económica que ─además de ser de alcance mundial─, en nuestro país adquiere características muy peculiares; trastornando todos nuestros planes y presentándonos multitud de incertidumbres.

Pablo, habituado a sostenerse económicamente con su propio trabajo, dada la importancia del ministerio que realizaba y la seguridad de seguir un llamado de Dios, comprendía que ninguna dificultad debía arrebatarle su contentamiento, pues su propio ministerio y predicación perderían poder y resultados. Sabía que el privilegio de vivir para Cristo era una bendición tan grande, que podría superar cualquier incertidumbre y temor; aunque llegaran momentos cuando ciertos recursos faltaran.

Por eso mismo declara también estar enseñado tanto para tener abundancia como para padecer necesidad (4:12). Hay gente pudiente que el dinero y las posesiones les dominan hasta el punto de olvidar que la avaricia resta valor y belleza a la vida. A su vez, muchos pobres piensan que quienes poseen dinero jamás experimentan inquietud, frustraciones o temores por el futuro, lo cual es incierto. Un joven, hijo de parientes míos en el extranjero, vive en condiciones que millones de personas ─entre ellas este autor─, calificarían de fastuosas. Cuando le presenté el evangelio, me confesó con infinita tristeza:

—¿Sabes? Acepté a Cristo como mi salvador siendo adolescente, pero no funcionó. No sé qué hacer con mi vida y nada me satisface. Ni siquiera la fe, porque ya no creo en nada.   

Al escucharle hablar así, le conté de una mujer que conocí en Cuba cuando recién comenzaba mi ministerio. Un pastor me llevó a visitarla porque ella llevaba más de 20 años postrada en cama, mal atendida por familiares que parecían no amarla mucho. Cuando llegué y vi las terribles condiciones en que se hallaba, me pregunté qué podría decir para animarla. Nervioso, ignorando cómo comenzar, ni cuál pasaje bíblico leer ante tanta  depauperación y abandono, hice las preguntas más estúpidas que podrían ocurrírsele a un joven pastor, sano y fuerte, al encontrar a alguien en un estado tan deplorable.

─Buenos días, hermana. ¿Se encuentra bien? ¿Cómo se siente?

¡Cualquiera diría que no había visto ya su estado físico, sus ropas mugrientas y su desamparo total! Su respuesta fue lo menos que esperaba:

─Aquí, pastor, ¡gozosa en el Señor! ¡Qué bueno que vinieron! Vamos a cantar himnos, ¿verdad?

Imaginarás cuántas veces he compartido esta historia y si lees otros escritos míos la encontrarás de nuevo. Fue uno de los momentos más impactantes e inolvidables de mi ministerio. Le pregunté qué quería cantar y sin responderme, entonó con su debilísima voz:

─Yo tengo gozo en mi alma, gozo en mi alma, gozo en mi alma y en mi ser. ¡Es como un río de agua viva, río de agua viva, río de agua viva en mi ser!

Era un corito evangélico que se cantaba mucho en aquella época. Llorando como un niño, traté de unirme a ella mientras le pedía perdón a Dios. Viviendo la tercera década de mi vida, fuerte y saludable, yo tenía muchísimas quejas, insatisfacciones y protestas por determinadas experiencias que había vivido. Jamás olvidaré el rostro y los ojos de aquella anciana cuya alma era un río de agua viva que reflejaba gloriosamente a Cristo, ¡a pesar de la horrible enfermedad que sufría desde hacía muchos años! Ella aprendió a contentarse con cualquier situación y estaba llena del Espíritu de Dios, aunque yacía en un camastro sucio, abandonada por quienes debían cuidarle. ¿Entonces?  

Todos necesitamos aprender a contentarnos ─como ella─, para valorar y apreciar el verdadero sentido de la vida y el valor de la fe cristiana, con independencia de cuánto poseamos… o nos falte en lo absoluto. ¡Claro que la situación de esa pobre hermana era injusta y censurable! Nadie debiera sufrir algo así. Pero ella había enfrentado y vencido el peor de los males con la fuerza de su fe y su esperanza en el Señor. Cuando volví a aquella ciudad después de algunos años ya había partido con el Señor y nunca supo cuánto me ayudó y cómo su recuerdo me ha inspirado siempre en situaciones difíciles… ¡ni a cuanta gente le he contado su historia!

Tanto la pobreza y la enfermedad como la riqueza y la abundancia, pueden obnubilarnos con una espiral de insatisfacciones que nos vuelvan miserables aunque poseamos todo, como el joven de la historia anterior. Aquella hermana, en su miserable entorno y condiciones, logró ser inmensamente rica e inspiradora. El secreto está en nuestra actitud y la capacidad que tengamos de vivir a plenitud nuestra fe.

Sirviendo a Cristo en medio de situaciones difíciles, podemos aprender el secreto del contentamiento gracias a nuestra relación con él y convertirnos en un río de agua de viva que bendice a otros. La pobreza —pese a toda la tragedia que suele significar—, nos permite experimentar la maravilla de la providencia divina. La abundancia —pese al falso orgullo que provoca en algunos—, también nos ofrece la gracia de la generosidad. Pidamos al Señor sabiduría y esforcémonos para que cada experiencia profundice nuestra espiritualidad, a fin de servir a los demás con gozo, incluso en momentos como los que vivimos ahora. ¡Nada puede quitarnos el gozo y la bendición de experimentar el amor, el perdón y la presencia de Dios!  

Por último, tengamos presente que la declaración paulina: todo lo puedo en Cristo que me fortalece (4:13), no es una afirmación de autosuficiencia, porque conduciría directamente al fracaso. De no contener las palabras en Cristo podría colocarnos en situaciones ridículas.

Pude tener un auto a mis cincuenta años de edad. Se rompía con frecuencia y decidí aprender mecánica automotriz. Así exigí al mecánico que contrataba me explicara todo lo que hacía para poder ir aprendiendo. Me ofreció muchas explicaciones mientras trabajaba en mi auto, hasta que intuí que él creía estar perdiendo su tiempo conmigo y se sentiría mejor si lo dejaba trabajar sin necesidad de explicarme. ¡Qué pena!

Una noche regresaba de La Habana a Pinar del Río y mi auto se me apagó en medio de la carretera. Pude avisar al pastor bautista del pueblo más cercano, quien vino con varios hermanos y un mecánico para ayudarme.  

—Intenté arrancarlo, pero parece tener una rotura mayor —le dije.

El mecánico sonrió y me dio una palmadita en el hombro.

—Veamos, pastor. Tal vez usted sea buen predicador… pero un mal mecánico.

Abrió el capó, desconectó una pequeña manguera, la sopló, volvió a conectarla y el motor arrancó. Y yo me sentí el tipo más ignorante del mundo. ¡Mi mecánico me había explicado ese procedimiento muchas veces!

Todos se burlaron de mi rotura mayor y pienso lo hicieron más cuando me marché. Aquel día comprendí que los mecánicos necesitan de gente como yo que les pague sus servicios. Decidí que de romperse el auto en la carretera, resolvería las roturas en Cristo. Si así sucedía, oraba:

—Señor, sabes que hago papeles muy ridículos intentando ser mecánico. No me permitas hacerlo más y envíame a alguien que sepa.

¡Y Dios siempre lo hizo! Pudiera contar muchas historias de cómo llegaron mecánicos y me ayudaron, incluso, negándose a cobrar. Cuando uno está en Cristo los recursos son infinitos. Por eso decir todo lo puedo en Cristo es una declaración de fe exclusivamente condicionada a en Cristo. Con ella reconocemos que no es nuestra fuerza la que nos permite estar preparados para cualquier contingencia, sino nuestra relación con Cristo. Por eso estas declaraciones paulinas no son gritos de grandeza, poder ni suficiencia humana, son cantos de fe y de esperanza.

Aferrémonos a estas declaraciones paulinas. Podemos experimentar contentamiento, paz y confianza en el Señor en medio de cualquier tormenta, como esta de la conjunción de la pandemia del Covid-19 con el nuevo escenario económico tan desconcertante que afrontamos. Aunque nos consideremos incapaces de vencer o comprender la situación que vivimos, en Cristo siempre seremos más que vencedores.

Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe (1 Juan 5:4).  

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