
Vivimos en un mundo obsesionado por la sexualidad. ¿Alguien lo duda? Gracias a los casi todopoderosos medios de comunicación, hoy se observan en detalles las costumbres sexuales de hombres y mujeres en una forma que hubieran horrorizado a nuestros antepasados más atrevidos y lujuriosos. La intimidad sexual hoy es pública y sin censuras; incluyendo el erotismo, ya sea como una manifestación de arte, como educación necesaria para la vida, como simple entretenimiento o como una manifestación imprescindible del realismo que caracteriza a las expresiones de la cultura contemporánea. Por último, la pornografía en Internet ha alcanzado niveles increíbles y es un negocio millonario. Mediante los medios digitales de almacenamiento de información, tales materiales circulan de mano en mano aun en los lugares donde la red de redes no está disponible. Es difícil explicar a los más jóvenes que tales posibilidades de acceso masivo a todo tipo de información sexual no existían décadas atrás. ¿Podrán concebir cómo se podía vivir en un mundo sin la multitud de posibilidades y aparatos electrónicos que hoy son imprescindibles para ellos?
En los tiempos en que mi esposa y yo éramos niños y jóvenes todo era diferente. Sin embargo, no todos tenían los mismos conceptos sobre la sexualidad que nosotros desarrollamos como cristianos involucrados en la vida de la iglesia. Existía la prostitución, generalmente concentrada en calles y lugares especiales, así como todo tipo de conductas y opiniones diversas sobre el desempeño sexual. Había pornografía aunque muy rudimentaria y escasa. También reinaba cierta hipocresía y doble moral que en parte era aceptada por todos. Muchas personas serias y decentes —término usual entonces que ahora no significa mucho—, podían hacer alarde de moralidad aunque tuvieran relaciones sexuales ocultas y de todo tipo, algunas sostenidas de por vida. El nuestro no era un mundo perfecto ni totalmente virtuoso. ¡Nadie lo dude! Desde el punto de vista bíblico, el pecado siempre ha estado presente en la conducta humana y en todas sus manifestaciones.
Tampoco éramos tan ignorantes acerca del sexo aunque no existiera el concepto de educación sexual que ahora se considera indispensable. Era un tema que todos deseábamos dominar. Aunque había un acercamiento más pudoroso y puede que hasta mojigato, existían publicaciones y artículos que devorábamos con avidez. Hasta donde recuerdo, siempre me las arreglé para acceder al mayor conocimiento posible desde que se despertaron en mí tales inquietudes. También había quienes estaban dispuestos a ofrecer información, aunque fuese distorsionada.
No recuerdo mi edad cuando jugando en el parque, escuché a otro niño mayor explicar cómo se hacían y nacían los niños. Para él, papá y mamá se juntaban, hacían cosas sucias y de ahí salían niñitos. No supo explicar cómo eran esas cosas sucias, pero sí dijo que los padres se restregaban y hacían cochinadas:
—Mi papá y mi mamá no hacen eso—protesté.
—¡Los míos tampoco!—gritó ofendido un primo mío que formaba parte del grupo.
—Averigüen y verán —contestó el informante.
Yo averigüé. Mis padres se indignaron porque el niño dijera que se hacían cosas sucias, insistiendo en que mentía. Papá y mamá hacían cosas lindas porque se querían mucho. Se amaban tanto que hicieron dos niñitos y dos niñitas.
Doy gracias a Dios por ese concepto de cosas lindas que se hacían por amor que recibí en la infancia, y que no degeneró después cuando recibí otras informaciones diferentes. Tal manera de pensar me ayudó a mantener que las cosas lindas merecían valoración, preparación, tratamiento, decisiones y cuidados muy especiales.
Aunque parezca increíble a mis lectores actuales, en mi infancia y juventud las relaciones sexuales jamás se mostraban en la televisión ni en las películas. Aun en estas últimas, las que se consideraban prohibidas para menores, cuando una pareja comenzaba a acariciarse, la cámara se retiraba o la escena se desvanecía. Tampoco eran comunes las expresiones públicas de amor o las caricias intensas de los enamorados, todo lo cual se reservaba para el reino idílico, bellísimo y muy privado de la intimidad.
El enfoque de la educación sexual contemporánea pasa por alto conceptos que solamente las iglesias cristianas apegadas a la Biblia como la Palabra de Dios pueden enseñar y trasmitir a las nuevas generaciones. Aunque el abandono de esos conceptos bíblicos no debe extrañarnos en este mundo secularizado, sí debe retarnos a cumplir, al menos en nuestra propia esfera, con el deber de comunicar toda la verdad de Dios. Como los hombres cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador (Romanos 1:24), la iglesia no puede callar sobre un área tan importante de la vida humana.
Si las enseñanzas bíblicas han sido mal interpretadas o si los cristianos no hemos estado a la altura de ellas, ello no impide que ahora tratemos de contrarrestar tanta información anti bíblica que sobre la sexualidad se divulga con insistencia.
El hecho de que en nuestro país las iglesias no tengan la posibilidad de usar libremente la radio, la televisión o las publicaciones periódicas —donde pudiéramos enseñar a quien quiera escuchar o leer lo que la Biblia proclama—, no nos exime de la responsabilidad de hacerlo tanto en las múltiples actividades que se desarrollan en el ambiente eclesial como en las redes sociales. ¿No estaremos desaprovechando una oportunidad maravillosa de contrarrestar en algún sentido tanta enseñanza que sí está al alcance de todos? A nuestro parecer, no solo en muchos aspectos está errada, sino que deviene en promoción de conductas que la Palabra de Dios desaprueba.
Preocupado por determinados énfasis que percibimos en la educación sexual que se elabora y desarrolla en el mundo entero y también en nuestro país, con temor y temblor me decidí a presentar unas conferencias sobre Biblia y Sexualidad en un retiro espiritual de adultos en el Campamento Bautista de Yumurí. La reacción de quienes las escucharon me convenció de que debía ofrecerlas también en los retiros que para todas las edades se ofrecían en el verano. Aunque me preparé con mucha oración, investigación y estudio, me resultó tan difícil decidirme como impartir dichas charlas a un espectro tan amplio de edades e intereses. Tras dos décadas impartiendo conferencias en dicho campamento, esas me resultaron las más difíciles de todas.
El tema de la sexualidad es delicado, controversial y comprometedor en el mundo actual. Los criterios que se esgrimen tienden a ser tan libres, desinhibidos e inclusivos como ajenos a más autoridad que la experiencia y las preferencias personales, los conocimientos adquiridos o aquello que los medios masivos exponen como la verdad científica más actualizada. Cualquier opinión no concordante se considera reaccionaria, ignorante y homofóbica, lo cual nos obliga a hablar cuidadosamente para no ser mal interpretados. Ya escuché una vez a una personalidad eminente de la cultura cubana referirse a «iglesias retrógradas». Creo que es injusto ser conceptualizados así por el hecho de sostener y enseñar opiniones diferentes a las que se pretenden que todos aceptemos. Mucho más si no se ofrece la oportunidad de exponer al mismo nivel y explicar con libertad nuestros conceptos, así como su fundamentación bíblica y también apoyo científico, en los campos de la psicología, la sociología y la ética.
Aunque consulté una extensa bibliografía, cuando comencé a hablar a muchachos de doce y trece años estaba convencido de que ellos conocían mucho más de lo que imaginaba. Y por supuesto: más de lo que yo dominaba sobre el tema cuando tenía sus mismas edades. No obstante, mi mayor sorpresa fue el interés y el amor con que recibieron mis enseñanzas y las reacciones posteriores de quienes las escucharon.
Jamás —en todo mi ministerio— escuché tantas veces la palabra gracias cada noche. Tampoco tuve antes auditorios tan atentos y ansiosos de continuar aunque excediera el tiempo indicado. Al terminar, muchos se acercaban con lágrimas en sus ojos deseándome bendiciones, queriendo fotos conmigo, agradecidos porque les hablara del tema. Valoré mucho esas reacciones de quienes me separaba una enorme brecha generacional y cultural.
Más me impactaron después conversaciones privadas en las que escuché historias que nunca imaginé, las que ratificaban mis aseveraciones sobre lo dañina que podía resultar una sexualidad ajena a los propósitos de Dios. La conversación que tuve con un joven me impidió dormir durante casi toda una noche, porque su historia fue desgarradora.
Muchas personas que frecuentan nuestras iglesias ya están afectadas por experiencias y traumas sexuales. Los resultados de la llamada revolución sexual en las últimas cuatro décadas del siglo XX son evidentes y muchísima gente defiende conceptos ajenos a la Palabra de Dios. Asisten a la iglesia y les interesa conocer acerca de la fe, pero nuestro silencio sobre la sexualidad les impide desarrollar las convicciones necesarias para defenderse de la marea que les arrastra y necesitan ayuda con urgencia.
Como la sexualidad no es ajena a la verdadera espiritualidad, todos necesitan conocer a plenitud las enseñanzas bíblicas; tanto para sanar heridas, como para encausar la vida de la mejor manera. Si la iglesia calla, descuida o se vuelve débil en su ministerio educativo, disminuirá su misión redentora y muchos sucumbirán al mensaje liberal y permisivo que les rodea con fuerza. Aprenderán entonces a ser creyentes muy emotivos, espirituales y sensibles en la iglesia, pero tan dúctiles, contradictorios y mundanos en la intimidad que comprometerán la eficacia, la realidad y el testimonio de su fe. Se volverán fieles exponentes de ese cristianismo pálido y nominal que cada vez está más presente en el mundo occidental, posmoderno y poscristiano.
¿Permitiremos que las personas continúen escuchando lo que hoy se enseña en el mundo secular sobre la sexualidad sin intentar aclarar con amor y sabiduría —al menos en los medios y espacios que estén a nuestro alcance— todo lo que a la luz de la Palabra de Dios sea necesario enseñarles? Nuestros pastores, maestros y líderes están más preparados que nunca y tienen múltiples oportunidades para superarse y profundizar sus conocimientos bíblicos y teológicos. Nuestras iglesias están llenas de profesionales y estudiantes universitarios en casi todas las áreas. Ellos pueden aportar a nuestro mensaje cristiano el conocimiento científico actualizado que nos permita discernir y aplicar con pertinencia las enseñanzas bíblicas de forma apelativa, realista, convincente y amorosa.
De ningún modo podemos cohibirnos de expresar nuestras convicciones aunque sean diferentes a las que se intentan promover mundialmente, pues lo que ocurre ahora en Cuba es camino trillado en otros lares. Podemos hablar sin temor porque tenemos el mandato divino y su promesa de cuidado y compañía. También debemos hablar por amor a las personas que nos rodean. Deseamos lo mejor para ellas y conocemos todo lo que el poder de Dios puede brindarles. No son nuestros enemigos porque piensen y actúen diferente y es nuestro deber tratarles con amor y sincero respeto. Dios también nos ha perdonado mucho a nosotros mismos. ¿O no?
En definitiva no debemos amilanarnos ante la insistencia de quienes promueven una sexualidad más libre y desprovista de las normas vigentes durante siglos. Muchas personas de diferentes sistemas de pensamiento y sectores sociales tampoco concuerdan con todo lo que acontece en el mundo actual. También hay científicos, sociólogos y sexólogos que claman por cordura desde sus posiciones respectivas. En realidad no estamos solos.
Necesitamos hablar de sexualidad en la iglesia. Debemos hacerlo con la compasión y el amor con que el mismo Cristo habló y se dirigió a los pecadores de su época. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él (Juan 3:17). Si él no vino a condenar al mundo, ¿cómo nos atreveremos a hacerlo nosotros? Solo somos pecadores alcanzados por la gracia de Dios, redimidos y perdonados gracias a la muerte de Cristo. Todavía nos falta mucho por aprender. Porque sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora; y no sólo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo (Romanos 3:22-23).
¿Será posible que ignoremos nuestra propia lucha y dolor internos porque no hemos sido liberados totalmente de la influencia del pecado en nuestras vidas? Conocemos por experiencia propia cuan fácil es tomar derroteros destructivos y errados, sin que ello signifique que seamos personas despreciables o malvadas. Aunque poseamos ya el Espíritu Santo obrando en nosotros, basta recordar nuestras imperfecciones para comprender que, tras la falsa satisfacción que muchos exhiben al regodearse en sus pecados, puede haber luchas existenciales que les consuman. Sabemos bien que lejos de Dios y fuera de su voluntad la vida no es fácil para nadie, aunque proclame con fuerza lo contrario. Por ello no podemos callar.
Nosotros proclamamos un evangelio que puede levantar, redimir y salvar al ser humano de una manera cabal y completa. Cristo puede transformar todas las esferas de la vida de cualquiera, incluyendo su sexualidad, sin importar cuán herida y dañada se encuentre tal área de su existencia. Cuando abraze la fe de Cristo inicia un proceso que le llevará —no sin luchas, pero sí inexorablemente— a su redención definitiva. Hablemos pues de sexo y hagámoslo sin temor. La verdad de Dios predicada amorosamente jamás podrá ser ofensiva. No lo será por una sola razón: ¡es la más compasiva, comprometida, restauradora y liberadora de cuántas enseñanzas presumen de ser ciertas!
Quien de verdad sea alcanzado por la verdad de Dios terminará abrazándola.