
Desde que se reportaron los primeros casos de una neumonía desconocida en Wuham, China, en diciembre de 2019, han enfermado más de 215 millones de personas, cuatro millones y medio fallecieron y casi 113 mil luchan hoy por su vida en las salas de terapia intensiva del mundo.
¿Expresarán tales datos toda la realidad? Meses después conocíamos que había lugares donde la gente moría sin alcanzar atención médica y que en varias ciudades del mundo desarrollado los hospitales colapsaban. ¿Sorprende que ahora suceda igual o peor en los países pobres? Hasta donde sé, no se contabilizan como fallecidos por Covid-19 quienes tras resultar PCR negativo, mueren por secuelas o complicaciones posteriores. Tal vez ni las estadísticas mejor elaboradas reflejen el alcance total del efecto pandémico, pero son una valiosa información de referencia sobre las consecuencias de la enfermedad.
Vivimos una tragedia global de proporciones apocalípticas. Imposible evitar la tristeza ante las noticias de tantos contagios diarios y el deceso de muchas personas. Al principio, orábamos por un fin rápido de la pandemia y para que muchos incrédulos y también los cristianos nos humilláramos ante Dios. ¡Cuán ilusos fuimos!
Desde mi perspectiva de pastor evangélico —y en mi octava década de vida—, no encuentro otro modo de analizar los acontecimientos que no sea a la luz de las enseñanzas bíblicas. Al revisar los noticieros del mundo y los de mi país, lo que veo aterra. Lejos de humillarnos y actuar sabiamente, percibo que la soberbia va en aumento y que una obstinación colectiva atrapa a muchos, acrecentándose mientras más dura la pandemia. ¿Conoces de algún país en el que todos —de mutuo acuerdo, conscientes del maligno y letal enemigo común— pongan a un lado sus diferencias, ideas políticas o intereses personales para aniquilar al Sars-Cov-2? Lo que sucede es que cada día se acrecientan las divergencias, la desconfianza y las acusaciones mutuas denigrando públicamente a quienes poseen ideas diferentes. Alimentando así nuestro ego mostramos incapacidad total para analizar con serenidad cualquier argumento ajeno. No basta que la Biblia advierta: Antes del quebrantamiento, la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu. Mejor es humillar el espíritu con los humildes que repartir despojos con los soberbios (Proverbios 16:18-19). ¡Oh, Dios, recogeremos cada día más despojos! ¿Ignoramos que las palabras arrogantes del necio se convierten en una vara que lo golpea, pero las palabras de los sabios los protegen (Proverbios 14:3 NTV)?
Lo mismo sucede entre los seguidores de Cristo. Si en las redes proliferan mensajes bíblicos, fervientes llamados al ayuno, la oración y al arrepentimiento, también abundan acusaciones, críticas y juicios nocivos entre creyentes. Si nuestra principal misión es alcanzar a los incrédulos instándoles al arrepentimiento; ¿por qué mostrar ante ellos las incomprensiones y diferencias conceptuales entre cristianos? En vez de proclamar el glorioso evangelio de Cristo y animar a todos en este momento sombrío, pareciera que el interés de algunos es exhibir —sin compasión, pudor, misericordia ni empatía— los penosos errores y pecados que otros cristianos cometen. Tales actitudes me recuerdan a la mujer adúltera, Jesús y quienes querían apedrearla. Si entonces las piedras rodaron al piso, ¿por qué ahora vemos tantas al vuelo entre hermanos en la fe? ¿Qué está sucediendo?
A veces ni se percibe dolor por el hipotético error o pecado ajeno, sino un intenso deseo de mancillar a hermanos; lo cual la Escritura condena enfáticamente. Si los chismosos de barrio usan las redes sociales para que sus habladurías alcancen difusión global, quienes seguimos a Cristo conocemos normas bíblicas que condenan tales prácticas. ¿Será que no hemos leído Mateo 5: 21-24; 7:1-6; 18:15-21; 1 Corintios 6:1-11; 11:16; y otros pasajes más? Nos urge rescatar principios insoslayables de ética cristiana que estamos burlando constantemente. Nuestro desempeño público debe estar a la altura de quienes somos y qué creemos. Haced todo sin murmuraciones y contiendas, para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo (Filipenses 2:14:15).
Hablando sobre costumbres ahora usuales entre algunos creyentes, un joven pastor me increpó:
—Usted ya está muy viejo, pastor. Ya no es así, esos tiempos se acabaron.
Le contesté lo más amable y cariñosamente posible que la antiguedad de la Biblia superaba la mía y aunque el mundo nos considere retrógrados, proclamamos que ella es nuestra única regla de fe y práctica. Ojalá siempre fuese obvio que obedecemos sus enseñanzas.
A pesar de nuestras plegarias la Covid-19 sigue presente. Tanto tiempo bajo su amenaza y consecuencias, es posible que muchos padezcamos lo que se llama fatiga pandémica: estrés, insomnio, irritabilidad, cambios de humor, aburrimiento, falta de concentración, ansiedad. ¡Admito que tengo varios de esos síntomas en alguna medida! Por ello me aferro a la promesa divina: No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia (Isaías 41:11).
¿Cómo fue posible que el virus se esparciera por todo el planeta si el contagio ocurre cuando alguien a menos de metro y medio de otro estornuda, toce, respira, canta o habla? O todavía ignoramos mucho sobre el Sars-CoV2, o simplemente estamos sufriendo debido a la irracionalidad, el egoísmo y la soberbia humana. Renuentes a aceptar que nuestros soberanos antojos no siempre tienen que cumplirse, nos cuesta reconocer que todo sería distinto si actuando con cordura y sensatez tomásemos decisiones correctas ante cualquier peligro potencial. ¿Será pedir demasiado a los terrícolas del Siglo XXI mostrar tales actitudes?
La expansión de la Covid 19 nos confirma que la doctrina bíblica sobre el pecado es irrebatible. Los humanos se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios, se hicieron necios (Romanos 1: 21b-22). La generación más científicamente desarrollada de la historia se resiste a tomar decisiones radicales si a la vez implica negarse a sí misma. Somos incapaces de renunciar a placeres, planes o proyectos ya concebidos ni siquiera para evitar la propagación de un virus que puede matarnos. Hemos visto durante todo este tiempo a multitudes congregándose y violar normas higiénicas siempre que conviniera a los propios intereses del momento. ¿Nos sorprende el incremento pandémico?
Ante tanto desatino, recordemos que el mandato divino más preciado sigue vigente: Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra, por tanto, id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mateo 28:19-20).
¿El fin del mundo? ¡Nos encanta hablar de ello! ¿Y el regreso de Cristo que anhelamos con urgencia? Jesús lo aclaró rotundamente: No os toca a vosotros saber los tiempos y las sazones que el Padre puso en su sola potestad (Hechos 1:7). La pandemia, aunque nos desconcierte hasta lo sumo y las malas noticias aflijan a diario nuestro corazón, es solo un dolorosísimo episodio más en la larga historia de la humanidad. Aferrémonos a nuestra fe y valoremos los sufrimientos que muchos enfrentaron antes que nosotros —con menos recursos y conocimientos— a lo cual a veces no damos importancia por no vivirlo de cerca. Tal comprensión también es parte de la ética cristiana.
Si sobrevivimos a esta experiencia, Dios quiera que mostremos un corazón más sensible al dolor y las necesidades ajenas, incluso las de quienes no piensen como nosotros. ¿Acaso no enseñó Jesús que Dios es benigno para con los ingratos y malos. Sed, pues, misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso (Lucas 6:35-36)? En este mundo cada vez más ególatra y violento, los que decimos seguir a Cristo no podemos dejarnos llevar por su mismo espíritu. ¿Olvidamos que los incrédulos observan cómo actuamos en medio de las adversidades y perciben claramente si obedecemos o no a quien encargó que fuésemos luz del mundo y sal de la tierra?
Abrumados, tristes y cansados por la extensión de la pandemia, recordemos que los creyentes en Cristo nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Y no solo esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza; y la esperanza no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos es dado (Rom 5:2-3).
Por tanto, ofrezcámosle a todos el amor de Dios y no críticas mordaces, acusaciones, juicios inmisericordes o sentencias malintencionadas. No lo hagamos a nuestros hermanos ni tampoco a los incrédulos. ¡Si no mostramos a los no creyentes el amor de Dios, tampoco podremos presentarles el evangelio de Cristo!
Apropiémonos del espíritu del antiguo y famoso poema:
Señor, haz de mí un instrumento de tu paz, donde haya odio ponga yo el amor, donde haya ofensa ponga yo perdón, donde haya discordia ponga yo la armonía, donde haya error ponga yo la verdad, donde haya duda ponga yo la fe, donde haya desesperación ponga yo la esperanza, donde haya tinieblas ponga yo la luz, donde haya tristeza ponga yo la alegría.
Oh Maestro, que no busque yo tanto ser consolado como consolar, ser comprendido sino comprender, ser amado sino amar.
Porque dando se recibe, olvidando se encuentra, perdonando se alcanza el perdón y muriendo se resucita a la Vida Eterna.
San Francisco de Asís (1182-1226)
Que bueno querido pastor que apesar de la edad que tiene el Espiritu Santo lo siga utilizando para dar mensajes a la iglesia que la pone apensar.Quiera el Señor que cada creyente que lea su publicaciòn sea tocado y transformado.Es evidentemente real que lo que afecta hoy al mundo y a la iglesia no es la covid,sino el pecado.
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