
Conversando con un creyente fiel ya muy anciano, postrado en cama y a punto de morir, me sorprendió que me dijera: A veces temor morir y no ser salvo. Me falta mucho para ser como Dios quiere.
¡Él era una persona magnífica! Seguía a Cristo desde su juventud y su fidelidad era incuestionable. ¿Le temía a la muerte o experimentaba lo que Pablo sintió al escribir: No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto… (Filipenses 3:2)?
Le tomé su mano y le dije:
—Hermano, ¿te salvas por tus méritos o por los de Cristo?
—¡Por los de Cristo, pastor, yo no tengo méritos! —me contestó con voz muy débil.
Comprendí que consciente de su cercana muerte, más bien sentía que era indigno para presentarse ante Dios, lo cual no era dudar de su salvación, sino todo lo contrario: maravillarse aún más por ella.
Comencé entonces a cantarle el antiguo himno: ¡Oh Cristo mío!, que en la última estrofa dice: Cuando ésta vida tenga yo que abandonar, corona hermosa Tú me ceñirás. Y con dulce canto tu bondad alabaré, y en mansión de gloria siempre moraré. Y murió poco después con una sonrisa en sus labios.
Jamás debemos olvidar que somos salvos por gracia por medio de la fe. Ello excluye toda jactancia, y a la vez, todo temor…