
¿CÓMO ACTÚAN LOS VERDADERAMENTE GRANDES?
Al estudiar los evangelios y tratar de ordenar los eventos que cada uno de ellos nos narra, encontramos que tras vencer las tentaciones, Jesús comenzó a escoger y llamar a sus discípulos. El evangelio de Juan nos narra que los primeros fueron escogidos “al siguiente día (Juan 1:35-42)” de su bautismo. Juan el Bautista cumplió fielmente su misión cuando Jesús apareció en escena, enseñando a sus discípulos que fueran tras él. Después de un ministerio exitoso y multitudinario, ¿sería fácil para el profeta permitir que sus seguidores le abandonaran para seguir a Cristo? Aunque continuó predicando por un tiempo, llamando al pueblo al arrepentimiento y bautizando en el Jordán, siempre tuvo claros los límites de su misión: él era solo un precursor y Jesús el Mesías que todos debían seguir. Son hermosas las palabras que pronunció un tiempo más tarde, cuando algunos le hicieron saber cómo progresaba el ministerio de Jesús: “Es necesario que él crezca, pero que yo mengue (Juan 3:30)”.
Los cristianos debemos recordar que es Cristo quien debe ser adorado y obedecido de forma incondicional, no los pastores y los líderes cristianos. Aclaremos que ello no significa que sea insano reconocer la labor de ministros fieles, ya que la propia Biblia lo enseña claramente: “Obedeced a vuestros pastores y sujetaos a ellos; porque ellos velan por vuestras almas, como quienes tienen que dar cuenta…(Hebreos 13:17)”. Sin embargo, un ministro fiel nunca trabajará buscando el reconocimiento o la alabanza de su trabajo, ni mucho menos para que otros se sometan a su voluntad en todo. Su misión mayor es predicar el evangelio y velar por las almas de quienes sirve, enseñándoles que la única obediencia incondicional de un creyente es a Cristo y solo a él. Los ministros no podemos exigir ni esperar que nos sirvan y obedezcan ciegamente a nosotros ─algo que algunos hermanos siempre desearán y se gozarán en hacer─, sino luchar porque nuestros seguidores sean siervos incondicionales y comprometidos de Cristo, incluso cuando nos vean fallar a nosotros. Si cumplimos tal misión, estaremos cuidando sus almas, porque de lo contrario, cuando nos vean fallar se sentirán desalentados. ¡Y siempre llega el momento cuando alguno de nosotros decepciona a quienes ministra! Es imposible que tal hecho nunca suceda, debido a nuestra propia condición humana. Por ello, nuestro deber es impedir que alguien nos ponga en el pedestal donde solo debe estar Cristo, porque en realidad no lo merecemos.
Por otro lado, en el pasaje de Juan 1:35-42 es obvio que Jesús recibió amablemente a los dos discípulos que abandonando a Juan, caminaban tras él. Aunque solo se menciona el nombre de Andrés, hermano de Simón Pedro, muchos estudiosos creen que el otro era quien después sería el escritor del cuarto evangelio. ¿Has leído todo el pasaje bíblico antes citado? Los dos comienzan a seguir a Jesús con timidez. Como era “el cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Juan 1:29)”, ni se atrevían a abrir sus bocas y le seguían a una distancia respetuosa. Fue Jesús quien se volvió hacia ellos y les dirigió la palabra, tomando la iniciativa. El Hijo de Dios siempre valoró a quienes le siguieron, con independencia de quiénes fueran o cuánto supieran. Para el más excelso de los seres han nacido en este mundo, toda persona era valiosa e importante. ¿Aprenderemos alguna vez la lección? No sé por qué algunos nos volvemos tan orgullosos e inaccesibles que las personas pasan trabajo para llegar hasta nosotros. Jesús nunca fue así. Confieso que cuando alguien me dice que le fue difícil conectarse conmigo, me siento un miserable. ¡Y lo peor es que me sucede con frecuencia!
¿Sabías que la pregunta que ellos hicieron al Señor ─Maestro, ¿dónde moras?─, no fue un sondeo impertinente para conocer su paradero, ver cómo vivía o qué posesiones tenía? Era una expresión que los hebreos usaban para con sus rabinos, que denotaba un profundo interés de que continuaran enseñándoles y guiándoles. El encuentro fue prodigioso, porque al otro día Andrés, convencido de que había encontrado al Mesías, muy temprano buscó a su hermano Simón y le trajo a Jesús.
¿Comprendes qué está sucediendo? Andrés, convencido de quien era Jesús, buscó rápidamente a su maleducado, impetuoso, inseguro y voluble hermano. ¿Estaría seguro de que Jesús lo aceptaría a pesar de todos sus defectos? Lo que tal vez no esperaba era que el Señor le dijera al verle llegar: “Tú eres Simón, hijo de Jonás, tú serás llamado Cefas (Juan 1:42)». Todo creyente conoce que Cefas significaba piedra o roca ─y Simón no podía ser catalogado como alguien de fe robusta, firme e inquebrantable. Es más, seguiría siendo voluble ─y cobarde─, por mucho tiempo más. No obstante, al verle entrar al pequeño grupo de nuevos discípulos, Jesús vislumbró quién llegaría a ser tras andar a su lado durante tres años, incluso, a pesar de muchos momentos fallidos durante ese tiempo.
Tal como en el Antiguo Testamento el cambio de nombre significaba una nueva relación con Dios, al cambiarle el nombre a Simón, Jesús le anunció que llegaría a ser una persona diferente. ¿Lo creyó Pedro en ese momento? Por sus múltiples reacciones en la propia historia bíblica me permito creer que sí. La forma en que Jesús lo recibió ganó su corazón, revivió su esperanza de llegar a ser alguien valioso y le constriñó a seguirle fielmente a pesar de todos su defectos, sus tentaciones y también -incluso-, su bochornosa negación. Creo que Pedro sintió muchas veces que si bien él no era digno de estar entre los discípulos, ¡jamás podría abandonar a Cristo porque nadie iba a amarlo como él, tolerarlo como él, bendecirlo, transformarlo y usarlo para bendición de muchos! El ser más grande y digno que vivió en esta tierra, recibió al más indigno, le amó y le abrió las puertas de la gloria. ¿No te parece que conoces alguna ─o muchas─ historias parecidas? La tuya y la mía, por ejemplo.
Y aunque tal vez sea una tonta e improbable fantasía, me gusta pensar que el día de Pentecostés, cuando Pedro terminó de predicar su valeroso sermón, volvió a ver los ojos de Cristo mirándole como el día de su encuentro, diciéndole: ¿No te dije que serías como una Roca? Y probablemente le costó trabajo asimilar que había predicado de una manera prodigiosa, lleno del Espíritu Santo, usado por Dios para que miles de personas creyeran y fueran bautizadas. ¡Nadie podrá jamás imaginar cuánto podrá lograr si, definitivamente, se queda rendido por la fe en los brazos de Cristo! Él siempre termina sorprendiéndonos, tanto al final como el primer día.
Porque Jesús, el más grande, cuando llegamos a él tiene la virtud de ver en los más indignos y pequeños no lo que somos, sino todo lo que llegaremos a ser permaneciendo a su lado. Pienso que quienes de alguna manera nos dedicamos al servicio cristiano, debiéramos desarrollar la misma visión transformadora hacia las personas a quienes ministramos. Mientras más vislumbremos sobre las realidades decepcionantes, las infinitas posibilidades que la obra del Espíritu Santo puede lograr en cualquier creyente, más gozo nos proporcionará servir a Cristo aun en los tiempos y las circunstancias más difíciles. Si así hiciéramos, nuestro ministerio no solo sería más sensato y humilde, ─conociendo que hay logros que no dependen de nosotros─, sino menos quejoso, más bendecido y por ende, muchísimo más emocionante. Al fin y al cabo, si Dios sacó bondades y victorias de nuestras propias vidas, ¿cómo no podrá hacerlo con la obra que realizamos por amor de su nombre? Él se glorificará en las personas que ministremos, sin duda, y ello nos llenará de gozo.
¿Podrás entender este último juego de palabras?: Dios nos conceda la virtud de ser grandemente humildes, porque así jamás nos enorgulleceremos por nada que logremos. ¡Mucho menos dolernos o envidiar lo que otros logren! En el ministerio cristiano, cada cual recibe lo que Dios dispone y todos debemos ser ─sencillamente─, siervos obedientes hasta la muerte, así como lo fue Jesús.
¿Acaso no hemos sido llamados a andar como él anduvo?
Alberto I. González Muñoz