
SIMILITUDES Y DIFERENCIAS
El evangelio de Juan nos presenta dos episodios de la vida de Jesús que demuestran como él trataba a los seres humanos. El primero es su conversación con Nicodemo, un fariseo “principal entre los judíos (Juan 3:1)”, perteneciente a la aristocracia de Jerusalén. El segundo, su interacción con una mujer de Samaria, la región que los judíos despreciaban hasta el punto de evitar transitar por ella. La mujer, además, no era un ejemplo de virtud. A pesar de la enorme diferencia entre ambos, las dos conversaciones con Jesús poseen características semejantes en cuanto a la profundidad, importancia y trascendencia del mensaje evangélico. Del mismo modo, demuestran el espíritu del Señor al relacionarse con la gente y el valor que concedía a cada cual, con independencia de su posición, creencias y comportamiento.
El primero de los dos encuentros fue en horas de la noche. Tal vez el líder de Israel temiera ser visto platicando con Jesús, cada vez más reconocido por la autoridad de sus enseñanzas y su enfrentamiento con los fariseos. Como miembro del Sanedrín, el encuentro podría ser comprometedor para él y su prestigio como maestro de la ley. No obstante, sus preguntas sinceras dieron pie a palabras y declaraciones de Jesús que han llegado a ser las más amadas y recordadas por los cristianos a través de los tiempos: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquél que en el crea, no se pierda, más tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él (Juan 3:16-17)”. ¡Imposible conocer cuántas veces se han repetido de memoria!
El segundo encuentro se realizó a plena luz del día y en un lugar público, usualmente concurrido. Jesús, cansado del camino se sentó junto al pozo de Jacob y la mujer llegó ─como hacía a diario─, a buscar agua. A diferencia del encuentro con Nicodemo, Jesús inició la plática. Él estaba cansado y tenía sed, así de sencillo. “Dame de beber (Juan 4:7)”; le dijo, conmoviendo así a una mujer de malísima reputación, acostumbrada al rechazo y desprecio de todos. Al igual que el encuentro anterior, allí comenzó una de las conversaciones más profundas y hermosas de todo el Nuevo Testamento, en la cual Jesús pronunció palabras que han emocionado a incontables seres humanos a través de los siglos: “Cualquiera que bebiere de esta agua volverá a tener sed, más el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente que salte para vida eterna (Juan 4:13-14)”. ¡Imposible contabilizar ─otra vez─, cuántas veces esas bellas palabras han bendecido a muchos y han sido repetidas con emoción y gozo!
Cuando tengas tiempo, te aconsejo que leas ambas conversaciones que se encuentran en Juan 3:1-21 y Juan 4:1-42. ¡Constituyen sorprendentes diálogos teológicos sobre doctrinas medulares del evangelio, que comenzando con la conversión o nuevo nacimiento, explican el propósito de Dios al enviar a su Hijo al mundo; incluyendo análisis profundos sobre la verdadera forma de adorar a Dios y la urgencia de alcanzar a todos con el mensaje de la salvación en Cristo.
¿Imaginas qué me impresiona más de ambas historias? Un reconocido y aristocrático maestro del judaísmo y una pobre mujer de vida fácil son tratados por Jesús con igual dignidad y respeto, reconociendo que tenían las mismas posibilidades espirituales de asimilar las grandes verdades de Dios. ¡Cómo tenemos que aprender de él! Jesús estaba consciente de la diferente condición de cada uno. Nicodemo era un apasionado de la Ley de Moisés, comprometido con su desempeño religioso. Ella ─a simple vista─, era ajena a tales inquietudes y compromisos; pero sorprende cuan capaz era de dialogar sobre la legitimidad de la adoración a Dios. Cada uno escuchó de labios de Jesús las palabras más amadas y repetidas por los creyentes de toda la Biblia. ¿No es maravilloso? Jamás debiéramos sobrevalorar ni menospreciar a nadie. Mucho menos albergar prejuicios contra alguien, aun en el caso de que conozcamos su historia de vida personal. Cuando la Palabra de Dios llega a un corazón humano, no importa quien sea, suelen ocurrir milagros transformadores… y también frustraciones.
El maestro de Israel y conocedor de las Escrituras fue impresionado por Jesús, no cabe duda. Posteriormente, cuando los sacerdotes y fariseos intentaron prenderle, él se atrevió a decirles: “¿Juzga acaso nuestra ley si primero no le oye, y sabe lo que ha hecho? (Juan 7:51)”. También se presentó con una ofrenda generosa de mirra y áloes a la hora de su sepultura. ¿Amaba a Jesús? Es posible, más nunca llegó a ser un seguidor comprometido. ¡Qué pena! Sin embargo la mujer samaritana, a pesar de su pasado deplorable, se convirtió en la primera ─y muy exitosa, por cierto─, misionera cristiana. Dios la usó para que muchos coterráneos se convirtieran y siguieran al Señor.
No debiéramos olvidar esta historia de similitudes y diferencias, ya que a veces actuamos gobernados por las apariencias, algo que Jesús nunca hizo. Lo que escribiré ahora, aunque lo creo posible, es pura especulación personal. Aunque la Biblia no dice que los discípulos estuvieran presentes en la entrevista de Jesús y Nicodemo, puedo creer que sí. Me agrada suponer que al ver a un maestro de Israel interesado en hablar con él, se entusiasmaron en gran manera. ¡Cuán importante y prometedor era que alguien así se uniera al grupo de discípulos! Nicodemo, debido a su influencia, preparación y conocimiento de las Escrituras podría hacer mucho por la causa del evangelio. Sin embargo, cuando vieron a Jesús hablando con una mujer en Samaria, aunque no dijeron nada, se extrañaron. Había un precepto rabínico que decía: “Que nadie hable con una mujer en la calle, ni con su propia esposa”. ¿Pensarían que Jesús estaba comprometiendo su dignidad y el futuro de su ministerio hablando con ella? Craso error.
Si fuéramos capaces de actuar como Jesús, nunca seríamos engañados por las apariencias y nuestro compromiso con la obra de Dios nos proporcionaría sorpresas y bendiciones insospechadas. No debemos acercarnos prejuiciadamente a las personas. Ofrezcámosles a todas la consideración y el amor que merecen, tal como hizo nuestro Señor. Un trato digno, inteligente y respetuoso, puede lograr maravillas en quienes menos esperamos. Eso nos permitirá, aunque unos nos defraude, llenarnos de gratitud y gozo al comprobar las satisfacciones que otros nos proporcionan. En la obra de Dios, jamás habrá razones para el desaliento.
¡Aun en estos tiempos tan difíciles y llenos de corrupción!
Alberto I. González Muñoz